miércoles, 27 de abril de 2016

Experiencia sensorial

Solía frecuentar la Biblioteca Nacional, hace ya varios años atrás, cuando estudiaba .
En un otoño fui allí para leer a Bergson, al cual había llegado a través de Henry Miller y su Trópico de Capricornio. Aunque hace mucho que no voy a la Biblioteca, allá en al calle Agüero, me cuentan que todavía mantiene el mismo sistema: escoger hasta tres libros por persona mediante una computadora, sentarse y esperar a que en los monitores figure el apellido del usuario y uno pueda acercarse a retirar el libro y leerlo en las cómodas instalaciones de la biblioteca. Había ido,como dije, por Bergson. Pero también por Virginia Woolf y Faulkner. Esas eran mis lecturas en aquellos días, cuando tenía veintipocos años, menos amigos, ninguna novia y mucho tiempo. Las páginas de La evolución creadora pasaban y pasaban. Me costaba mucho entender el texto. Frecuentemente levantaba la vista para mirar por la ventana (siempre adoré esas gigantescas ventanas a través de las cuales uno podía contemplar la calle, el resto de los edificios, los autos y las personas desde arriba, en una toma cenital que me hacía pensar en Quasimodo o en Segismundo: un refugiado en una torre, el celoso guardían de un mundo propio, sí, temporalmente propio, pero propio al fin).
Esa tarde de otoño no terminé de leer el libro de Bergson, pero saqué fotocopias de dos capítulos que me habían interesado de sobremanera.
A la salida, me dispuse a cumplir el plan de muchos de mis sábados: caminar hasta la avenida Santa Fe para pasar por la librería Huemul, de la cual siempre me llevaba un libro, y luego caminar, caminar y caminar hasta que llegara la noche. Tomé por Agüero; hice unos pasos, todavía pensando en el libro de Bergson, y me topé con una mujer. Tendría cuarenta años, era rubia. Iba toda vestida de negro, con una especie de sobretodo de gamuza acorde al clima otoñal, una bufanda azul y un bastón blanco y largo que le servia de guía. Era ciega. Blandiendo el bastón de derecha a izquierda formaba surcos entre las hojas marrones del suelo. Entonces se me ocurrió algo. Me puse a cinco, seis pasos detrás de ella y, con los ojos cerrados, la seguí. Caminé un trecho a ciegas. Sentí el sol otoñal sobre la cara; las hojas que crujían bajo mis pies. Escuchaba los pasos de mi perseguida y el tic tac de su bastón contra el piso. Pensé en Bergson, en los sentidos... y, por supuesto, en Borges. Pensé en qué se sentiría ser, estar ciego.
En un momento dado dejé de escuchar el golpe del bastón de la mujer: ella se dio cuenta de que alguien la seguía y se detuvo de repente. Se quedó inmóvil, esperando algo. Yo abrí los ojos, avancé, la esquivé por su lado izquierdo, y, con paso ligero, encaré para Santa Fe.
 

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